Lo inconsolable del cotidiano

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Lo inconsolable del cotidiano

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Proyecto artístico que ofrece una relectura a la estética barroca como punto de reflexión inicial. Andrades despliega óleos sobre tela, a modo de friso, con naturalezas muertas en blanco y negro de utensilios domésticos contemporáneos. Duharte raspa láminas de acrílico transparente con dibujos de ornamentos religiosos que se proyectan como sombras en el muro.

 

Lo infructífero

Al observar el trabajo que presentan Ofelia Andrades y Marcela Duharte pienso en todo lo que podría escribir y elaboro una lista. El bodegón barroco, el adorno, el gesto, el oficio, el espacio de lo íntimo y lo cotidiano. Pienso al mismo tiempo en la incomodidad que me provocan los textos de arte, en el tedio y agobio que a veces me incitan y en todas las veces en que luego de leer las tres primeras líneas confieso con vergüenza los he abandonado por completo. Pienso que estoy hablando demasiado de mí mismo y nada de las obras que me impelen y pienso en la medida en que voy escribiendo esta misma palabraque cuando me refiera a ellas, caeré ineludiblemente en lo que quería evitar desde un principio: en los clichés más burdos y las reflexiones más lamentables, en las aspiraciones sabihondas o en apelar a la conmiseración del lector (desespero). Quisiera al menos escribir con honestidad sobre estos trabajos y la pregunta inicial que me suscitan es ¿cómo se realizaron estas obras? No me refiero a la minucia técnica, sino al temple en el que ellas fueron ejecutadas, el cómo más que el por qué de estas imágenes.

Un aire lóbrego emana de los bodegones de Andrades. Aparte de la limitación cromática hay una cierta tristeza en los objetos retratados. Más allá de la tristeza particular, de la sensación infantil y animista que nos provoca un objeto despojado de su uso (sierras que no cortan, pollos que no serán comidos, sino objeto de una melancólica contemplación), creo que hay una tristeza más honda, un desánimo que se cuela tras la huella del pincel, de una aguada displicente: incluso el ímpetu de los empastes se ve teñido por el ritmo refrenado de un temple taciturno. Allí, estas pinturas parecen encontrar su potencia, en la tensión perpetua de un aparente sinsentido: una fuerza abatida, una intensidad distanciada, en suma, una pasión por lo desapasionado.

Algo similar sucede con el trabajo de Marcela Duharte. Existe una contradicción entre la violencia ejercida para mellar la superficie del acrílico transparente y la delicadeza ornamental de las imágenes que conforman, entre una técnica que se ve comúnmente en el rayado procaz y despreciable de los vidrios de los autobuses y el ingreso de la misma al alero dignificante del espacio expositivo. Se requiere de una sucesión de raspados, uno sobre otro, para lograr una cicatriz apenas visible, un gesto invariable, monótono y repetitivo. Ambas obras contrastan en lo aparente: al negro latente de las pinturas de Andrades se opone el rayado casi imperceptible de Duharte y la levedad de las sombras y arabescos que proyecta. Ahora pienso, más que lo íntimo o lo cotidiano, es lo doméstico lo que domina estas obras. Es a través de estas prácticas insistentes pintura y raspado, estos gestos vaciados de toda grandilocuencia, que el cuerpo y la presunta desmesura del artista son domesticados.

Vestirse, hacer las compras en el supermercado, formarse en la fila del banco: someterse a una rutina se equipara al quehacer de los trabajos que estas artistas presentan, con la salvedad de que los rituales diarios de domesticación responden a un fin pragmático mientras que los gestos sostenidos y repetitivos que configuraron estas obras aparecen como su oscuro revés, como una exaltación del desánimo, de la contemplación, el goce orgulloso de lo infructífero.  

Tomás Fernández.

Fechas: 3 de junio al 9 de julio de 2011.
Horario: Lunes a sábado, 10 a 20 hrs.
Lugar: Ex Sala Blanca.
Entrada: liberada.
Convenios: